La captura de Sorocaima . un ojo de Ulloa. Elsoldado lanzó un alarido terrible y cayó al suelocomo fulminado por un rayo. —¡Ulloa, Ulloa!, ¿qué os ocurre?, —gritó Gilal oir tal alarido—. Y sin que mediara más tiempose lanzó al través del follaje con el arcabuz enla mano, seguido por los demás. Ulloa se debatíaen los estertores de la agonía con la flecha cla-vada profundamente en el interior del crá en el instante en que Gil se inclinaba parasocorrerlo, Tuna, impasible, disparó otro dardoque atravesó su escaupil hiriéndolo ligeramenteen un hombro. —¡Maldito salvaje!, mirad donde está —g
La captura de Sorocaima . un ojo de Ulloa. Elsoldado lanzó un alarido terrible y cayó al suelocomo fulminado por un rayo. —¡Ulloa, Ulloa!, ¿qué os ocurre?, —gritó Gilal oir tal alarido—. Y sin que mediara más tiempose lanzó al través del follaje con el arcabuz enla mano, seguido por los demás. Ulloa se debatíaen los estertores de la agonía con la flecha cla-vada profundamente en el interior del crá en el instante en que Gil se inclinaba parasocorrerlo, Tuna, impasible, disparó otro dardoque atravesó su escaupil hiriéndolo ligeramenteen un hombro. —¡Maldito salvaje!, mirad donde está —gritóGil mientras se arrancaba la flecha con furor—.¡Disparad, disparad pronto contra ese malditoque está herido y no se puede mover. ¡Dispa-rad antes que nos atraviese a todos con sus fle-chas! Palomeque y Ocampo que venían detrás conlos arcabuces encendidos dispararon a un recibió en el pecho la carga de plomo, pero,sin embargo, no perdió el conocimiento y tuvo — 84 —. energías suficientes para enarcar otro dardo en-venenado y dispararlo contra Ocampo, hirién-dolo en el cuello. Al soldado se le aflojaron laspiernas y cayó pesadamente en tierra, pero Gil,ya repuesto de la sorpresa había encendido suarcabuz y disparó. Esta vez el tiro hizo blancoen la cabeza de Tuna. El arco se deslizó de lasmanos del viejo y su cuerpo resbaló hacia unlado, exá Cuando Gil, Palomeque y Ruiz comprobaronque el viejo indio había dejado de existir seacercaron a Ocampo y le examinaron la herida. —¡Vamos Ocampo!, —di jóle Gil—, un pocomás de valor. No creo que la herida sea mayorcosa. —Todavía tengo la flecha clavada en la gar-ganta y temo que esté envenenada —contestóOcampo lleno de terror—. Aunque lo dudéis,como que me llegó la hora y más pronto de loque me imaginaba. —No lo creo Ocampo —replicó Gil para tran-quilizarlo— los indios de este valle no tienenpor costumbre envenenar sus flechas. —Ojalá sea
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