La Mujer . menso dol(^r, ninguna ayuda,ningún consuelo i)odría mitigar tanta desven-tura sino es la alta y divina gracia de la resig-nación. Mavgherita, povera do una. » La reina gentil, cuya vida se deslizaba entrelos esplendores de la corte, tocada por el dolorcon mano despiadada, comprende que las insig-nias y el fausto no son valla para detener losgrandes infortunios; se excruta intimamente, yentonces su generoso corazón le dice que sóloes una purera (lonna. ¡Santa mujer! hoy queestás debajo del trono, recien te encuentro eiilas alturas, después de e-^e sagrado grito dedolor y de humildad.
La Mujer . menso dol(^r, ninguna ayuda,ningún consuelo i)odría mitigar tanta desven-tura sino es la alta y divina gracia de la resig-nación. Mavgherita, povera do una. » La reina gentil, cuya vida se deslizaba entrelos esplendores de la corte, tocada por el dolorcon mano despiadada, comprende que las insig-nias y el fausto no son valla para detener losgrandes infortunios; se excruta intimamente, yentonces su generoso corazón le dice que sóloes una purera (lonna. ¡Santa mujer! hoy queestás debajo del trono, recien te encuentro eiilas alturas, después de e-^e sagrado grito dedolor y de humildad. ¡Dios de bondad! yasabía yo, (]ue no había lágrimas plebeyas. Ya eres más que reina. Eres una mujer queha demostrado que sabía aniai\ jPorcru (itinui, desplomada como lirio queagosta el sol. porque no has j)roferido gritosde odi(\ bendita seas entre todas las reinas dela ticria, y la \)(\z vaya como rayo de luna ávisitar la noche de tu alma! AXTOXIO Argerich. LA MUJER- Alrum de las Familias. Por casualidad llegó Said á la corte de Ab-dalla-Ben-Alkatib y supo cómo se hallaban sushermanos. Sin dar á conocer el privilegio quedisfrutaba, envió reservadamente esta carta alsultán: «Señor: La vanidad, la ingratitud y la codi-cia han penetrado en tu corazón, ahogando lasvoces de tu conciencia. Hermano de los quegimen en las prisiones de tu alcázar, pido sulibertad: si no la concedes, te amargaré la vida.—Said, hijo de Ibrahim.» Alarmado el sultán, hizo que se buscara portodas partes al autor de la carta, y no se lehalló. Pero viendo que pasaban días sin queocurriese nada, ya no hizo caso de las amena-zas anónimas. El pueblo era rico: no pensabaen revoluciones. Abdalla podía gastar muchodurante mucho tiempo. Sólo se trataba de di-vertirse y las fiestas se repetían en la ciudady en el palacio. Kn una noche, espléndida como casi todas lasnoches de la Arabia, paseaba el sultán por losjardines del serrallo, en compañía de su séqui-to de ministros y
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