La Mujer de Nadie, novela . ieras. Bajaron delante del hotel de Heliana, en la Caste-llana. —¿Quieres subir?—No. —Pero ven algún día, antes de marcharte. Seamosamigos, al menos. Verás al padrino. —Sí... sí... Vendré. No podemos destruir así por se-gunda vez Heliana se irguió: —jEso no! Si piensas venir para hablar de eso, novengas. Adiós, Juan Bautista. Él la besó en la mano. Luego se hundió en la nochedentro de la niebla, como una sombra errante. 298 IV elíana le esperó tres díasinútilmente. En la mañanadel cuarto, una mañana so-leada y amable, que poblóde gente sin ocupación y det


La Mujer de Nadie, novela . ieras. Bajaron delante del hotel de Heliana, en la Caste-llana. —¿Quieres subir?—No. —Pero ven algún día, antes de marcharte. Seamosamigos, al menos. Verás al padrino. —Sí... sí... Vendré. No podemos destruir así por se-gunda vez Heliana se irguió: —jEso no! Si piensas venir para hablar de eso, novengas. Adiós, Juan Bautista. Él la besó en la mano. Luego se hundió en la nochedentro de la niebla, como una sombra errante. 298 IV elíana le esperó tres díasinútilmente. En la mañanadel cuarto, una mañana so-leada y amable, que poblóde gente sin ocupación y detrenes lujosos los andenesy la calzada asfaltada de laCastellana, Juan Bautista de-tuvo su enorme automóvilamarillo, algo detonante, de-lante del hotel de Heliana. Eüa estaba en una terracita baja, acodada en la ba-randa de mármol, y al verle se apresuró a bajar al jar-dín para hacerse la encontradiza, como de un modocasual, y evitar así recibirle a tendió la mano sonriendo. 299. JOSE FRANCES —Buenos días, Juan Bautista. Al fin te has decididoa visitar a nuestro pobre enfermo. Él, sin contestar, la besó la mano, demasiado tiem-po, demasiado prietamente. Heliana la retiró, brusca. —Precisamente iba yo, ahora, como todas las ma-ñanas, a estar un rato con él. ¿Vamos? Y señaló un pabellón de dos pisos que se alzabaal otro lado del hotel dentro del jardín, como aquelestudio de los discípulos de Tasara en la calle Ferraz,frente a la casa del maestro. —No, He venido a hablar contigo.—Ya te dije que si era para —¿Me echas? —No. Te ruego que no insistas. Nada más. ¿Vamos? Y volvió a señalar hacia el pabellón.—Te suplico, Heliana, que me oigas. —Pero ¿para qué? ¿no lo hablamos todo? Juan Bautista la miró tristemente. Todo, en su voz,en su expresión, hasta en su actitud, ofrecía una hu-mildad esclavizada. Heliana se encogió de hombros. —Bien. Es inútil. Pero si te empeñ Ven. Po


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