La Mujer de Nadie, novela . noticias en elestudio. Ramón Yanguas acudió a traerlas. Venía ra-diante: —¡Un abrazo, muchacho! -¿Sí? —La primera de las primeras. Y Yanguas, que despreciaba las medallas, que des-deñaba las consagraciones oficiales, sentía en aquelmomento una emoción profunda, con el triunfo de suamigo. Heliana se llevó la mano al corazón:—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Tengo miedo de ser tanfeliz! 184 V amás tuvo la Academia de SanFernando tan lucido aspectode mundana fiesta como en !atarde que fué recibido JavierTasara en la vacante de Mar-tín Escoriaza. Las habituales de las solem-nidad


La Mujer de Nadie, novela . noticias en elestudio. Ramón Yanguas acudió a traerlas. Venía ra-diante: —¡Un abrazo, muchacho! -¿Sí? —La primera de las primeras. Y Yanguas, que despreciaba las medallas, que des-deñaba las consagraciones oficiales, sentía en aquelmomento una emoción profunda, con el triunfo de suamigo. Heliana se llevó la mano al corazón:—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Tengo miedo de ser tanfeliz! 184 V amás tuvo la Academia de SanFernando tan lucido aspectode mundana fiesta como en !atarde que fué recibido JavierTasara en la vacante de Mar-tín Escoriaza. Las habituales de las solem-nidades, un reducido grupode señoras de académicos, deescritoras viejas, de pintorasno menos viejas, de alguna dama frecuentadora deAteneos y conferencias — que solía elegir siempresu lugar apartado y obscuro para dormir con la com-plicidad del sombrero haldudo y del velo espeso—, seasombrababan y escandalizaban de la invasión de tra-jes claros, rostros natural o artificialmente bonitos, so- 185. JOSE FRANCES focantes perfumes y regocijadas greguerías que ibanalegrando los salones austeros con sus muebles anti-guos, sus lienzos renegridos, sus ujieres encanecidosen la casa, y sus charlas discretas de buen tono cuan-do otras recepciones. Se refugiaron en uno de los lados, todas juntas,buscando la autoridad de los bancos y sillones reser-vados a los académicos, frente al estrado, bajo cuyodosel la efigie pálida de Felipe V sonreía. Obligaron a sus maridos y allegados, que en otrassesiones menos peligrosas bullían libres y a su placer,a sentarse junto a ellas; cuchicheaban indignadas deque se consintiera entrar tal laya de mujeres en actoscomo aquél; alguna se arriesgaba a criticar con risitascontenidas las toaletas lujosas o simplemente coco-tescas, los audaces ademanes, las risas espontáneas yfrecuentes de las intrusas. Y, por último, todas fin-gían un desprecio, no tan absoluto que las impidieramirar de reojo sus sombreros, sus trajes, sus j


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