Historias . staba allí mismo, a su lteido. —¿De dónde has salido? 118 VÉLEZ DE GUEVARA —Al ver que te internabas en la selva, se-ñor, no quise que corrieras el peligro de an-dar solo por estos lugares, y te seguí sigilo-samente. —De algo ha servido tu excesivo celo. Ve alcampamento y procúrate una lima para rom-per estas cadenas. —Si me lo permites, señor, probaré a hacer-lo con las manos. —Loca pretensión. Antes se romperían tusbrazos que estas cadenas. —¿Me permites que pruebe? —¡ A fe que eres obstinado ! Prueba y teconvencerás al mismo tiempo de tu desvarío. Se asió Iñigo a aquellas cadena


Historias . staba allí mismo, a su lteido. —¿De dónde has salido? 118 VÉLEZ DE GUEVARA —Al ver que te internabas en la selva, se-ñor, no quise que corrieras el peligro de an-dar solo por estos lugares, y te seguí sigilo-samente. —De algo ha servido tu excesivo celo. Ve alcampamento y procúrate una lima para rom-per estas cadenas. —Si me lo permites, señor, probaré a hacer-lo con las manos. —Loca pretensión. Antes se romperían tusbrazos que estas cadenas. —¿Me permites que pruebe? —¡ A fe que eres obstinado ! Prueba y teconvencerás al mismo tiempo de tu desvarío. Se asió Iñigo a aquellas cadenas, se con-trajeron los músculos de sus brazos, se inyectósu rostro y saltaron los eslabones, rotos, Carlomagno le contempló estupefacto. —¿Es milagro o realidad? Y Arista jadeaba y sonreía humildemente. Volvieron al campamento. Todo estaba yapreparado. Carlomagno reunió a sus paresy comenzó la arenga de ritual. No había hecho más que iniciar el bélico. EL CERCO DE ROMA 119 discurso, cuando resonó un clarín, el retum-bar de unos cascos de caballo después, y Ber-nardo pasó raudamente, seguido de los espa-ñoles. Rolando se mordió los labios. El español,astutamente, habíale tomado la delantera. Pe-ro poco importaba. En un solo minuto, haría élmucho más que su rival en una hora. Pero allá iba Bernardo. Flameantes sus ne-gras crenchas, en alto el brazo y desnuda laespada, semejaba, más que un caudillo, unafigura esculpida para dignificar la guerra. Su ligero caballo, tan diestro como él en lalucha, no conocía tampoco el1 temor ni las va-cilaciones. Se lanzaba rectamente y raudo comouna flecha hacia el punto donde la expertamano de su dueño le guiaba. Estirado el cue-llo, finas las patas, enjuto y airoso el cuerpo,en vez de correr, volaba. Y sobre él, el joven general1, fuerte el brazo,combado el pecho, vibrante la espada, escu-driñaba el horizonte impaciente por encontrar-se con el enemigo. Allá iba Bernardo


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